La Materia de Lucía

Artículo Publicado en CODAL (Revista de Creación Literaria y Artística del Instituto de Estudios Riojanos)
Nº. 5, 2012 , pág. 91

 

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LA MATERIA DE LUCÍA
Bernardo Sánchez

 

Lucía Landaluce (Logroño, 1968) me advierte antes de entrar en su nave que ella es «matérica, marrana y de volúmenes». Mantengo lo de marrana porque Lucía lo dice como lo diría una niña a la que le priva ponerse ‘perdida’ con las manualidades. «Y magmática», apostilla. Es verdad: ya en el interior, parecería a primera vista que alguien ha desmontado las piezas de un volcán y que las ha ido esparciendo por la nave de Lucía. Y clasificándolas por tipos de corteza, de sedimentos, de lavas, de masas, de texturas, de minerales. La historia del arte de Lucía es un movimiento geológico incesante, y el lugar en el que trabaja muestra –en huecos, suelo, rincones y paredes- los estratos, las edades, las capas, las erupciones. «Soy muy de tocar, de materia, de embadurnarme, y de tocar con los dedos la frescura o la aspereza del material».

Entrando, pues, en materias: todo se encuentra aquí, en su taller, caverna, obrador, planeta, estudio, catálogo y teatro de la calle Maestro Rodrigo, en Logroño. Lucía convive a diario con el histórico de su geología, con la sucesivas metamorfosis sobrevenidas, con un inventario que, sin ir más lejos, se imprime en sus propios zapatos de labor, a pie de obra (o mejor: una obra más, como algunas brochas o herramientas que –veremos- se han ido fosilizando, que son un bodegón fósil). Lucía se los calza para las fotografías. Con razón creía ver Heiddeger en los zapatos ‘de Van Gogh’ más bien los zapatos de una mujer campesina, bajo cuyas suelas, como él adivinaba, se deslizaba la soledad del campo y de la ruta, y la llamada silenciosa de la tierra. Metida en sus zapatos es como Lucía se ve en faena, en el barro, en la pasta, en Van Gogh, en harina: metida en harina.

Ha traído un bizcocho, a todo esto. Trata a los bizcochos como a cualquier de sus piezas: un tapa crocante como la creta, sobre una masa que es un magma. Y se come, como te comerías, rozarías, palparías, quebrarías, olerías y hasta oirías muchas de las superficies que amasa. De hecho, acaban de llegarle de Zaragoza, de la Exposición que ha estado colgada desde mayo a julio en el Palacio de Montemuzo –titulada “PAPEL”-, todas las piezas. Y Lucía pidió que se las devolvieran metidas en barcas de naranjas. Y así han regresado: porciones de un mapa –Lucía es eso: un mapa, del que desde hace más de veinte años nos va ampliando regiones- que fomenta, que se arruga, que se corrompe o que fluye sobre un aluvión de pigmentos, grafitos, cretas, poliespanes y papeles reciclados. «Soy un papel secante», me dice ella, mientras las extrae de las barcas, como si fueran postres u hogazas de un menú expresionista. «En Zaragoza, siempre me han tratado como a uno de los suyos. Nunca me he sentido abandonada».

El espectador de la materia sucesiva de Lucía, de las muchas Lucías, de una Lucía siempre mixta en su técnica y espíritu, puede ver y/ o tocar. Se establece un juego de atracciones que funciona como un apetito, y como un riesgo. La distancia de ella misma frente a su propia obra es, creo entender, el asunto clave, donde corre el máximo riesgo. La relación más difícil. Lo que le ha hecho ir cambiando de terreno. Son terrenos, además, los suyos, accidentados. De ahí que le hagan falta esos zapatos: de un caminar delicado, caligráfico y espectral en lo llano –acrílicos sobre lienzo, las telas, empleados en la imagen de la crisálida, de las mariposas, de las hoja, de las aves, de los exvotos, de los árboles- y sufridos en el volumen, es decir, en las inclemencias, sin miedo al fuego, a las cicatrices, a las roturas, a lo áspero, a la erosión, a la desfiguración, al cocer o al cocer dos veces (que eso significa ‘bizcocho’), a la podredumbre: la Lucía telúrica, animal, orgánica. «Normalmente siempre tengo alguna cosa en el estudio pudriéndose. Ahora en verano, como no estoy, por si viene un ratón la quito». Unos zapatos dispuestos -sobre todo- a girar sobre sus pasos.

La distancia mutable respecto a la forma que en un momento dado (pero no en otro inesperado, del futuro o del pasado) adoptó la pieza entre manos es lo que le impide conformarse en cualquier mirada retrospectiva. Lo que le hace, a veces, renegar, porque nada se cierra en Lucia; no permanece por mucho tiempo ni en un plano, ni en una naturaleza, ni en una latitud plástica, ni en una paleta de color, ni en una luz, ni en un tema, ni en un capricho. Conmuta entre la figura y la abstracción, entre lo sagrado y lo profano, entre lo mineral y lo vegetal, entre la pintura y la escultura, entre la lisura y el relieve, entre lo vivo y lo muerto, entre la representación y el espacio vacío, entre el cielo y la tierra, entre lo físico y el sueño, entre el orden y el caos, entre el pequeño formato y el gran formato o “entre lo manifiesto y lo oculto”, título, por cierto, de su Exposición en “IberCaja” (Logroño) del año 1992. Pero es precisamente en ese dilema irresoluble e inclausurable, en esa insatisfacción manifiesta -«Nada de lo que tengo hecho me interesa, exceptuando pequeñas cositas que me han salido yo creo que por azar, y lo apilado es prescindible»-, donde Lucía vuelve a erupcionar, productiva, fructífera: renovada. «Sólo me interesa lo que en cada momento estoy haciendo».

Encima de una mesa de la nave veo marginada una hojita de cuaderno con unas notas a bolígrafo. «¿Esto es tuyo?», le pregunto. «…. Sí», me dice, tras sorprenderse de que lo hubiera encontrado, y aún más de haberlo escrito un día. Lo transcribo con su permiso. Trata sobre la distancia… y la cercanía, la nuestra y la suya:

«El cuadro tiene que aguantar su peso en la cercanía y en la distancia. En la distancia aparece el cuadro como una masa en la que se pueden adivinar signos de referencia de la naturaleza en sus estados mas primitivos o estructuras complejas. Al acercarnos, reconocemos, distinguimos, reinterpretamos. La mirada tiende a imaginar el campo que está alejado y codificar detalles que no existen.»

Lucía, en la horas diarias de taller -«es una vocación, me lo pide el cuerpo»-, pero también lee, mira, estudia: «Desde que vivo en Logroño, vengo pronto por la mañana y luego… pues meto horas, dependiendo del momento, trabajando seguido. Hay veces que estoy sentada y no hago más que leer, y hay otras temporadas superproductivas. Me puedo tirar seis meses sin que nada me parezca válido para que se quede, y otras temporadas en las que voy viendo un desarrollo en el que todo va como enlazado. No depende de las horas que metas, pero para que el trabajo salga hay que estar en el Estudio». En la parte de atrás, tiene una torre de libros de sus artistas de cabecera. Pasa ratos indagando, viendo dónde ‘están’ los demás, buscando puntos de coincidencia, ensayando, contrastando, asimilando, distanciando, asombrándose. «Me interesa todo lo que hacemos, artísticamente y no artísticamente. Me interesa cómo codificamos, cómo actuamos, por qué lo hacemos, por qué hace este hombre hace esta pieza ¡que yo ya la había pensado! y la ha hecho antes que yo. Me interesa la fotografía, la escultura, las video-instalaciones menos porque la tecnología es un campo en el que me siento aislada. Todo es enriquecedor: lo que ves, lo que cocinas, lo que bebes».

Lucía está feliz de haber podido hablar el viernes pasado, en Sajazarra, con Chema Madoz. Le pudo explicar cómo habían compartido -sin saberlo- una imagen: la del sueño de un zapato con raíces. De nuevo los zapatos. Lucía Landaluce disfruta con lo que hace como una niña con zapatos viejos. «Me siento cercana a mucha gente. Me parece igual de interesante lo que se estaba haciendo en el paleolítico superior que lo que se está haciendo ahora». Pero, concretando, Lucía: «me quedé muy impresionada cuando conocí a [Anselm] Kiefer, hace como veinte años me dejó flipada. Me sigue gustando. Lo que pasa es que ya es como la música, tanto oírla, tanto roerla, te tienes que alejar, porque si no te aprendes un vocabulario que luego es demasiado evidente en la obra. Del panorama nacional, he visto ahora las últimas piezas de Daniel Canogar y me parecen ¡muy! interesantes». Más, que aquí hay mucha bibliografía: «Y me encanta Jaume Plensa, lo que hace ahora pero más lo que hacía antes; Susy Gómez, Cristina Iglesias, en el terreno riojano hay ‘flores’ interesantísimas».

Lucía aprende de todo: de las ciudades y países donde ha vivido o trabajado (La República Dominicana, Zaragoza, Las Cinco Villas, Mallorca, Madrid, Lanzarote, Cuba, Logroño….), de la memoria de su maestro Ángel Maturén (1949-2005), de sus contemporáneos, de sus paisanos, de lo que encuentra, de lo que le ofrecen. «Ángel Maturén fue mi maestro. Mi mentor, mi guía de viaje. Indudablemente. Fueron casi diez años. Con él empecé a ver lo que era el arte y lo que se movía alrededor. Estuve trabajando con él en Zaragoza. Teníamos un Estudio que compartíamos con varios pintores de renombre, desde el hiperrealismo hasta el pop pasando por el cubismo. Maturén hacía un tipo de figuración, que… no sabría describirla. Luego también tuvimos Estudios compartidos en Lanzarote. Yo me formé viendo a aquellos ciudadanos que me abrieron los ojos al mundo en el que estoy ahora». De Ángel Maturen sigue teniendo –me dice, seria- un recuerdo doliente de su muerte. Y en la zona de ‘almacén’ hay un estupendo cuadro de Ignacio Mayayo –uno de los ciudadanos de aquel Estudio de Zaragoza- con Maturén como motivo.

Lo aprovecha todo: un amigo le regaló unas bolsas de trizas de papel, de ésas de las trituradoras de documentos. Lucía hizo una mezcla con ellas. Y con esa pasta trabajó la Exposición de Zaragoza. Se ha vuelto alfarera del papel. Moldea unas piezas y espera a ver cómo evolucionan. La propia cola de la que ya está impregnado logra amalgamar las trizas. Lucía las contempla entre el afecto y el escepticismo. Pero, desde luego, le ha parecido interesante probar.

Yo ya llevo un rato admirando una tela bellísima. Una de las más bellas que he visto últimamente. Me parecían, no sé, unos pensamientos (en flor, me refiero), o unos cráteres o unos impactos de artillería, sobre un fondo blanco. Está encartada en uno de los muchos bloques de obra que Lucía conserva almacenados –puestos en pie- en el almacén de su nave. Aquí están (casi) todas las capas. Cada una de ellas habla de una Lucía Landaluce distinta. Ella las pasa deprisa, pero a mí me parece que llevan impresa demasiada intensidad y aventura, capa a capa, y por mi cuenta vuelvo a repasarlas. Le pregunto cómo se titula la que me ha gustado tanto. «No tiene título. No sé poner títulos. A veces le tengo que decir a mi pareja, Jesús, que venga y que me titule las obras. Ya que estás aquí, mira a ver si se te ocurre algún título». Hojeando –como tomos- el taller de Lucía Landaluce, te explicas por qué le cuesta titular. Un título supone un tajo, un desglose, un aislamiento. El título individualiza, pero el trabajo de Lucía es todo lo contrario: es un continuo, una secuencia, una fábrica ininterrumpida. Su producción se resiste a clasificarse en ‘piezas tituladas’.

Con todo –paradoja- hay hermosos títulos en la obra expuesta de Lucía; Noctua prónuba (“Barquillo”, Madrid, 1992), El cajón del olvido (“C. A. I.”, Barbasán, 1994), Cloto, Átropo, Argo… (“Agustín de a Hoz”, Arrecife, 1998), El roce de la penumbra, La luz que me observa, (“Ciudadela Polvorín”, Pamplona, 1999), la serie dominicana Cibao, Batel, Buhití, Areito, Sahona, Cohoba… (“Torreón Fortea”, Zaragoza, 2000), Cuadro Cruz (“IberCaja”, Valencia, 2003), Argenta, A tientas (“Fundación Maturén”, Tarazona, 2004), la musicalidad de Prímula, Fábula, Malévola y Dorondón, Ramoso, Ringlera (“Crypte Sainte-Eugènie”, Biarritz, 2007) o, de ésta última de “Montemuzo”, Escucha, Espolón, Dentro.

Lucía me insiste en lo de su nave como teatro. Tiene ese aspecto desde luego, a esta hora de la mañana, un día de agosto. La luz recorta oblicuamente algunas zonas convirtiéndola en una caja teatral semivacía, en la que se están montando o desmontando elementos de una escenografía. Algunos lienzos de gran tamaño que Lucía tiene sin enmarcar y colgados en las paredes tienen la fuerza y el misterio de lo telones de fondo de una ópera, por ejemplo. Las mesas bajas transportables se mueven como carras. Y ella misma maniobra como una pintora de escena, como una tramoyista. El teatro de Lucía da la impresión en muchos momentos de ser el resultado de un incendio. Ella me lo confirma: «Ahí, por ejemplo, tengo piezas quemadas: es otro camino». Lucía elige esta escenario para la sesión fotográfica. Posa delante de uno de sus lienzos, dentro de sus zapatos, bajo la luz natural. Actuando de materia de su propio cuadro. Es material girl.

Lucía ha elegido, además, para que le representen en estas páginas, como refuerzo a sus palabras, tres tipos de piezas, tres momentos, tres capas suyas, expurgadas entre los cuatro o cinco últimos años de producción: obra sobre papel, piezas «auténticamente rotas» y unas «piezas orgánicas, que dan la impresión de desarrollarse, como la propia naturaleza, en rizoma». Las ha seleccionado porque las considera «pautas de lo último que me ha interesado, porque me interesan muchas cosas; lo que me interesa lo voy desarrollando hasta que tengo una muerte dulce». Denomina Lucía ‘muerte dulce’ –un hallazgo, muy gráfico en lo emocional y en lo físico- a la transición entre materias y temas: «En el trabajo soy verdaderamente impulsiva, no sé lo que me voy a encontrar; voy buscando el vértigo de no conocer a dónde voy; eso no quiere decir que todos los caminos que escojo sean válidos, eso no soy yo quien tiene que juzgarlo». Háblame más de la ‘muerte dulce’, le pido: «La muerte dulce es cuando yo desarrollo un hilo conductor que no sé de qué otra historia me ha venido; voy haciendo piezas que me van interesando y cuando llego a algo que ya he descubierto, por técnica, materia, espacio, límites o argumento de lo que planeaba, pues ya está: muerte dulce. Me voy. Cierro. Y busco otro hilo que me lleve a otros senderos. Yo miro a la nave y casi nada me gusta, pero son pautas para buscar algo mejor. Cualquier obra ya es válida por el hecho de hacerla con sinceridad». Para una artista como Lucía, poco apegada, nada nostálgica de estaciones ya visitadas, lo mejor es siempre lo último que está haciendo: «lo que produce vértigo, lo que me pone, lo que me hace vibrar». Ya, pero ¿y cómo lo ven los demás, que saben que eres la misma y distinta cada vez?: «las piezas que más te gustan, son las piezas que más le gustan a la gente que está observando. Trasladas tú una sintonía que al espectador le llega. ¿Por qué? No sé. Por que hay un idioma, una forma de expresar y de mirar que no está tampoco está codificada».

Me pregunto, cuando observo la multiplicidad de obras y de habilidades en las que Lucía anda, cuál será el primer momento ‘haciendo cosas’, ‘pringándose’ del que ella guarda memoria: «De familia de fotógrafos,…. La fotografía la tengo en mente. Yo cuando iba al colegio, iba con el ojo disparando, haciendo fotos, y de muy cría tener ya un laboratorio en blanco y negro, y mancharme, y el barro y los telares. Siempre me han gustado todo tipo de disciplinas… La estética nos llena, no sabemos vivir sin la belleza de las cosas, y por eso la buscamos, yo… desesperadamente». Lucía es nieta de Jesús Esteban, de “Estudios Jalón”, “Jalón Ángel”: «Los primeros recuerdos que tengo son de mi abuelo. Lo recuerdo haciendo los fondos con un aérografo; entonces no existía más que el blanco y negro y luego se coloreaban los fondos. Pues me acuerdo de aquella especie de pistolita pequeña, y de aquellas cámaras ¡graaaandes! que tenían dos brazos con unas ruedas que se empujaban. Lo recuerdo como si fuera una película. No hace tanto tiempo. La fotografía y los medios han avanzado de una manera… mágica».

Y yéndome al otro extremo, a esta misma mañana, ¿qué es lo siguiente, tras la muerte dulce de todo lo de ahora?: «Mi proyecto es enfrentarme poco a poco a las nuevas tecnologías. Me gusta mucho la fotografía, ya digo, la imagen. Estoy ahora en una situación personal de madurez… igual ya me he cansado del formato ‘cuadro’. Quiero acabar un tema pendiente que tengo en obra, pero estoy ahí como en crisálida, mirando qué medio es con el que más sintonía tengo, pero, sí, me gustaría probar en otros medios,… aunque, bueno, puede ser la cerámica, o de repente me puede apetecer hacer escultura, que es algo que llevo siempre en mente, porque yo me formé en la escultura, en “La Palma” [Escuela de Arte], en Madrid, en ‘técnicas de volumen’, y hacía exposiciones escultura-pintura; luego, al estar ya en tantas islas era muy complicado el traslado; después… por asuntos formales y de tecnicismos desarrollé obra sobre lienzo, pintura, y, en fin, siempre me ha quedado pendiente el volver a la escultura. Desde una Exposición que monté en Zaragoza, en la Sala Juana Francés, en 1991, no he vuelto a tocar la escultura. Y quizás estoy ahora en eso, como madurando, antes tenía más prisa por trabajar, ahora soy más pausada, entre comillas, o lo intento antes de meterme a cocinar».

Lucía decidió primero en su vida qué cosas eran las que no le gustaban, y en consecuencia, a qué preferiría dedicarse ella, y cómo: «Me di cuenta de que la forma de vivir estaba relacionado con la forma de ver las cosas. Tenía claro que la belleza –bueno la ‘belleza’… este mundo en el que estoy…-, y la estética es lo que me interesaba». Esa impresión me da, por la Lucía que tengo –entre desplegada y recogida- delante, que para ella esto más que una mera actividad profesional, pero me aclara que tampoco puede ser un ‘sin vivir’, para nadie, ni para ella como artista, ni para la obra como pieza vivac: «Sí, igual estoy en casa cocinando y pensando si no me habrá faltado creta en una pieza, pero lo bueno es que ahora tengo el Estudio fuera de la vivienda, no como en Mallorca, que tenía la casa, un jardincito y a continuación el Estudio, y entonces ponía la olla exprés y enseguida salía corriendo a ver si la mancha se había secado, o corrido, le volvía a meter mano, no la dejaba descansar a la obra, no tenía perspectiva, era todo el rato un intrusismo, no dejaba que la pieza se desarrollara, que hiciera pautas; pero aquí, en Logroño, mientras estoy haciendo mi vida, estoy pensando en qué placer cuando vuelva, o que qué miedo me va a dar el volver a ver lo que pensaba que estaba bien y que igual luego llego y no me interesa».

Volvemos al paralelo de la cocina: «Yo antes tenía una cocina muy elaborada, porque técnicamente había aprendido mucho, pero la técnica a veces superaba a lo que en el fondo quería decir. Yo busco realmente que la técnica me imposibilite, que no me facilite, para hacerlo más enriquecedor. Con el tiempo, voy depurando, e intento hacer más con menos: menos técnica, más limpieza, un resultado más fresco. Como se come ahora, ¿no?, buscando buen producto y haciendo lo mínimo para sacarle el mayor provecho posible». Ya, ¿y cómo cocinas el papel, por ejemplo?: «Pues se dobla a modo de acordeón, y ya no necesita más manipulación. Me atraía trabajar con un material tal dócil, tan armónico, tan frágil,… tan común que ni siquiera lo vemos porque siempre lo tenemos. Me parecía un hilo conductor el papel, el camuflarlo en diferentes disfraces, porque hay piezas que, sin quererlo, tienen aspectos cerámicos, porque también me interesa –depende de cada época, claro- cómo las texturas se van cayendo o derramando. Con el papel puedes hacer lo que quieras: el papel se entrega».

Lucía espera la vuelta del verano para meterse en otra historia: «Estoy pensando qué hilo, de qué ovillo voy a tirar cuando acabe el verano. Tengo claro que volveré a las piezas en las que me quedé antes de “PAPEL”, que son las piezas que se rompen, que se caen. Quiero volver ahí, para entrenar, como los deportistas, pero ya digo que me gustaría probar con otros medios». La variedad que desea para su trabajo la desea también para el panorama del arte en España, en el que aprecia monopolios, monotemas, monopiezas. Lamenta que en el camino, y debido a lo que ella cree falta de apertura y riesgo, se hayan quedado muchos «obreros del arte», lo cuales quizás, nunca sabremos ni quién ni cómo, podían haber cambiado nuestra visión del mundo. No quiere que acabemos de hablar sin referirnos a algo que juega un papel importante en su ejecución artística: el azar. «Algo de lo que no hemos hablado: el azar. Procuro que el azar intervenga en mis obras. Así se producen en la materia respuestas distintas a las que yo esperaba». Llevas razón, háblame del azar: «Me encanta. Hace que las cosas se vean con otra objetividad. En el impulso creativo, es un arma importante. Cuando intento canalizar mi energía, cuando voy a trabajar, ando como domando. Antes era muy bestia, sigo siendo bestia, pero intento domarla, y meterme en una especie de trance en el que puedes leer poesía u otro tipo de cosas, o a medida que vienes a la nave ir creando tus imágenes». El azar y el tiempo: «La última pieza que he hecho me ha costado veinticinco años. Todo lo que he vivido, todo lo que voy absorbiendo, todo lo que he disfrutado, todo lo que he ido desarrollando… está siempre en la última pieza».

La materia –al menos, la de Lucía Landaluce- ni se crea, ni se destruye, sólo muere dulcemente, cada vez. «Soy incapaz de repetir el truco, de repetir la cocina». Agosto-septiembre, 2012